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“ Cada vez que abráis un libro, pensad que representa el trabajo laborioso de un hombre. Ese hombre, para escribirlo, tuvo que estudiar años y años. Tuvo que estudiar en otros libros y también en la vida”.
Pedro Blomberg.

“Quien me tienda su mano sabrá de qué sabor es la nostalgia. Padezco de una rara enfermedad : escribo para no morir”.
ALFREDO HERRERA
(Poeta puneño)
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(" El puma indomable" )
CORRIENTE LITERARIA     :    Indigenismo
MICROBIOGRAFIA          :    Nació en Azángaro (Pucará) el 16 de marzo de 1 894 y falleció el 27 de setiembre  en  Arequipa  de 1964. sus padres fueron Luis Felipe Luna y María Dolores La Rosa, estudio la primaria en Azangaro, la secundaria en el Glorioso San Carlos de Puno, y el nivel superior en la Escuela Nacional de Agricultura 'y Veterinaria, de hoy llamada Universidad Agraria, se casó con Sofía Chávez, con quien tiene a su hijo llamado Norman Antonio, también Poeta, quien se hacía llamar Marqués de la Torre y Tagle, ya fallecido, son también sus hijos Maria Julia y José Luis Luna Arias, son sus obras principales: El Puma Indomable, Choquehuanca el Amauta, Templo Oro de Azángaro, Bronce Conmemorativo, Tierra Prócer, Morgue y Zampoñas del Kollao" obra póstuma editada por Samuel Frisancho, todas de mucho valor histórico y literario; como publicista dirigió con Angel Aparicio 1919, el pícaro "Don Cencerro" así como otras publicaciones las que con su biblioteca personal de mil trescientos volúmenes que han insuflado el valor de la Biblioteca Municipal de Azángaro, tenía una hermosa colección de trajes de danzas autóctonas.
OBRAS:
 EN PROSA:
 NOVELAS
              -     "Ayaruphay"
CUENTOS 
-    "Necrófilo"(Publicado en el dominical de “Noticias”   el 15 de Diciembre de 1957)
PROSA POETICA
-    “Tercera Dimensión”
ENSAYOS
-      "El puma indomable" (Arequipa, 1944)
             -     "Choquehuanca, el Amauta". (1 946)
             -     "Bronce conmemorativo" (Lima, 1952).
             -     "El templo de oro de Azángaro"  (Arequipa, 1953).
            -    “La Wifala (Cusco, 1 953)
            -    “Tierra Prócer” (Lima, 1961)
            -    “Morgue” (Lima, 1 961)   
            -     "Zampoñas del Kollao" ( obra póstuma, Puno 1 975).

NOTA:     Acerca del natalicio de este celebrado escritor hay controversias, se cree que nació el 2 de febrero de 1870.

EL PONGO
(Fragmento)
En la casa señorial de una familia rica. Inmensos latifundios. Ingentes capitales de vacunos y ovinos. Los latifundios, según informes, confinan con tres provincias. Tal es su extensión. Un verdadero condado. Ahí el capital humano está sujeto al régimen feudal de la colonia. Nada ha cambiado en el trato inhumano al indio. En la casa señorial, como es de ley, presta su servicios un infeliz pongo, venido desde la hacienda de la cordillera. Es un guarismo atómico del capital humano que puebla el latifundio. Es costumbre que el pongo debe servir durante el tiempo que quiera el patrón. Su voluntad es Ley. El nombre del infeliz no interesa. Es un guarismo cero. Este era un indiecito cordillerano, es mirriado y broncíneo. Estaba bruñido por el frío y el sol. Curtido por los rigores de la cordillera. Era el tipo del cordillerano nativo, de esos que se designan con el vocablo de "Khallmas". El pantalón corto, ceñido a las piernas. Sandalias de cuero de oveja. Chullo de cordillera.....
Hacía tiempo que éste cumplía su doloroso servicio en la casona feudal. Estaba sujeto al capricho del patrón. Era este un vago dipsómano, que vivía en un mundo ficticio, ignorando la riqueza de que era dueño. Naturalmente, se trataba con una estrechez y tacañería propias de la gente rica de la sierra.

El pongo del relato era un esclavo del neurótico amo. Sufría en silencio el hambre, los golpes y puntapies que eran el pago a su servicio. Sufría con estoicismo e indiferencia su dura miseria, las privaciones sin cuento, el rudo trabajo intérmino, en la casa del tacaño potentado.
Pasaron meses. El pongo no se cambiaba. Su estado inspiraba lástima.
Lo cubrían harapos mugrientos de un color indefinible, donde la suciedad, la mugre y los parásitos formaban alto relieves. Ya no era ropa lo que tenía encima sino una mezcla de harapos y suciedad que formaba un grueso tejido paradógico.
Al caminar sonaba. Era algo así como un muñeco de pergamino al que hubiesen pasado una capa de petrópeo Relucía al Sol. Habíase convertido en un extraño ser, nauseabundo y mal oliente. Con su atado de basura a la espalda veíasele así, camino al cenizal. Ya no era un ser humano. Era algo así como un ente incorporeo y paradógido que se hubiera escapado de alguno de los círculos infernales de que nos habla la Divina Comedia.
Verdad que el aspecto y la traza de todos los pongos es parecido al descrito. Y esto tiene su explicación. El indio, para cumplir su ponguaje, quiere economizar ropa, y entonces recurre a lo más viejo de su vestimenta. Se cubre casi de harapos. El aspecto del pongo en general es, más o menos, el de un mendigo. A veces se confunden. Pero esto no quita que desempeñe todos los servicios cerca de sus patrones. Así sucio mugriento, lo hacen servir a la mesa. Hace las compras para la casa, lleva las cartas al correo, sin que su aspecto les cauce la menor impresión.

El calvario del pongo del relato llegaba a su Gólgota. Una noche, en sus largas vigilias, en el zaguán feudal, incediose en el alma del paría una fogata de rebeldía. Reaccionó la bestia de carga. Acaso prestóle estímulo la mitani en sus diálogos nocturnos. Fue tal vez suficiente un discreto consejo de su compañera de infortunio. Lo cierto es que el pongo tomó una resolución desesperada: Huir. Lo cierto es que el pongo tomó una resolución desesperada: Huir. Días antes, con arte felino, le había extraído al tacaño amo su portamoneda, una noche, al recogerse éste en su habitual estado de embriaguez. Enseguida robó de la despensa buenos trozos de carne y cortándolos en pedazos metióselos dentro la camisa y rellenó los bolsillos.
Se forró de carne. En una tienda compró bastante coca y una botella de alcohol. Para mitigar su pena comenzó a masticar lentamente las miríficas hojas, como quien cumple un rito. El alcohol, en pausados tragos, fue ingerido con deleite. A poco, soliviantaron su mansedumbre los efectos tóxicos. Hablaron en su lenguaje de signos misteriosos. El estado de euforia que presta el alcohol, la nirvana anestesiante de la coca, transportáronlo a un mundo sideral, desconocido, donde brillaba rutilante el astro de la libertad. Fue como una luz de aurora que se abriese de pronto en su horizonte lóbrego.
Era ya media noche. El pongo cruzó, como un raro espectro, el zaguán de la feudal casona. Más que andando, salió como empujado por un extraño viento de tragedia. Afuera, respiró el aire libre. Sintióse otro y huyó. En el silencio imponente de la noche, por las desiertas calles, sus pisadas de felino iban trazando la ecuación de sus pasos, con equis, zetas, incógnitas de un álgebra de alucinación.
Llegó a los extramuros del pueblo. Una montaña de basura le salió al encuentro. Comenzó a escalar la empinada cima de ceniza. En su delirio de liberación, creyó que escalaba la cumbre del cerro nativo, allá en su cordillera lejana; camino a su cabaña de pastor de alpacas. Imposible la ascención. Resbaló. Como un fardo, fue rodando, hasta llegar al pie de la montaña de basura. Ahí se quedó dormido. Inmóvil.
Unos perros noctámbulos, que husmeaban el basural, atraídos por un olor de carne, encontraron la suculenta presa. La olfatearon largamente. Y la atacaron. Primero le fueron arrancando las lonjas de carne que salían de debajo de la ropa, engulléndolas con voracidad. Atraídos por el olor capitoso de la mugre y de la carne, vinieron más perros. Eran los perros hambrientos de Ciro Alegría.
Entonces comenzó un festín macabro. Los perros tornáronse hienas, enceguecidas de hambre y de furor. A dentelladas fueron arrancándole los harapos mugrientos, como lonjas de carne en putrefacción. Las dentelladas caninas se ahondaron inmisericordes en la carne del paria. Pedazos del muslo, jirones de las nalgas,  desaparecieron en las fauces hambrientas y voraces. Lo estaban devorando en vida.
Como brotados del fondo de la tierra, largos y agudos alaridos asaetaron el silencio de la noche. Y como jirones de niebla vagaron por la pampa sin eco. Poco a poco fueron haciéndose más débiles. Los perros seguían su sangriento festín. Impertérritos, voraces.
Rayaba el alba. Quejidos de moribundo flotaban en el aire inmóvil. Algunos pongos, que a esa hora llevaban sus atados de basura al cenizal atraídos por los alaridos, aproximáronse al macabro escenario. Retrocedieron espantados. Pero, reaccionando, prestaron auxilio. A pedradas dispersaron a los perros hambrientos que aullando se alejaron. El hambre y el sabor de la carne humana  habíalos convertido en lobos.
El infeliz pongo ya no era más que un mísero pirgajo humano que se inmovilizaba en un charco de púrpura. Era el saldo del festín macabro. Restos dispersos del pongo de un millonario.
Así acabó este guarismo cero del capital humano de un gran latifundio. Fue el epílogo de una larga vía crucis. El holocausto de un pongo que, en su loco sueño libertario, trató de romper la férrea cadena del ponguaje.